jueves, 15 de diciembre de 2011

Acerca del Adviento

“NUESTRA RUIDOSA Y EN EXTREMO AGITADA VIDA MODERNA”

Madre Lourdes, rcscj

Estamos inmersos en el ritmo acelerado de nuestra cultura, no somos ajenos a la civilización actual que ha perdido el silencio; nos hemos construido un ambiente de ruido, irritable y neurotizante.
Nuestra época carece de armonía, es pobre en palabras auténticas y, en cambio, es rica en estridencias y gritos. Vivimos dispersos en la distracción de mil cosas no esenciales. Estamos ganando el mundo pero estamos perdiendo el alma. Un signo de ello es la pérdida de la capacidad de hacer silencio, de ir a lo profundo, de vivir en soledad, porque estamos envueltos en una cultura de ruidos donde se rinde culto a la superficialidad, a la palabrería y a la dispersión.

Los espacios de silencio van desapareciendo, primero los más exteriores y luego los más interiores y profundos. Estamos enfermos, sufrimos el ruido de las calles y de los medios de comunicación, pero sobretodo padecemos por los ruidos que han penetrado dentro de nosotros mismos.

Hoy, el silencio es casi un lujo. A pesar de su inmenso valor, sin embargo, con mucha frecuencia, no sabemos hacer silencio. Y cuando lo tenemos, no sabemos qué hacer con él: o nos aburrimos, o le tenemos miedo y huimos de él, como de un estorbo inútil.

Nuestra sociedad actual es, como dice Pablo VI, “ruidosa y en extremo agitada”, carente de recogimiento, parece que estuviera dispersa en una febril búsqueda de caminos de evasión como el alcohol, la diversión, las drogas, el sexo, las gratificaciones instantáneas, las telenovelas, las usanzas cada vez más extravagantes… Hasta el trabajo se puede volver evasión. Hemos perdido los espacios de encuentro con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y, sobre todo, con Dios.

Las consecuencias de vivir en una sociedad saturada de ruidos son fatales y deplorables. Estamos perdiendo la capacidad de escuchar, la capacidad de estar solos, de recogernos en la intimidad, de vivir en contemplación, de hacernos las preguntas más grandes, las fundamentales de la vida.

El silencio, buen pedagogo para el Adviento

El adviento me despierta, cada vez más, la nostalgia de lo esencial. Adviento es el Señor que viene, que llega a mi vida. Es tiempo propicio para recuperar la propia historia personal, para volver a las raíces, a lo significativo que va aconteciendo. Ciertamente, el Señor llega y anhela entrar y quedarse en nuestro corazón. Pero ello sólo es posible si estamos atentos a los incontables detalles de su cariño, a los mil modos como Él está llegando a nuestra vida. Para eso necesitamos del silencio, de un silencio que nos ayude a estar más atentos y vigilantes, hoy que es habitual que andemos tan distraídos.

Adviento es un buen tiempo para recobrar la reverencia que hemos perdido, para redescubrir la cercana presencia de Dios que por tantos ruidos se nos escapa. Hay que dejar que el adviento nos devuelva el sentido del misterio, hacer un silencio interior que nos haga más acogedores, más habitables, más receptivos, que renazca la conciencia de nosotros mismos y, sobre todo, que recuperemos el asombro fascinante de Dios, que sigue viniendo, nos sigue hablando y nos sigue esperando, como siempre, desde el fondo de nuestros corazones.

Hay que aventurarnos a ser peregrinos en ese viaje interior al corazón. Sólo en el silencio podemos escapar de la superficie, donde flotan cosas pequeñas, y llegar a la profundidad, donde están las grandes verdades, nuestro yo más genuino, la misteriosa presencia del Señor, la paz interior. Necesitamos el silencio que nos habla camino a la conversión, que nos haga experimentar la confianza de regresar a nuestra casa, a nuestro origen, a los brazos del Padre y a la fiesta de estar reconciliados con Él. En el silencio se alimenta la esperanza y el deseo.

Ojalá que este adviento nos sumerja en ese gozo inexplicable del silencio, allí donde nos autodescubrimos, donde aprendemos a estar con nosotros mismos e incluso a gozar nuestra soledad como la más dulce compañía. No un silencio como evasión de la vida; por el contrario, como encuentro con ella, ese silencio que nos ayuda a rescatarnos como personas, a madurar, a crecer, a hacer vacío para que el Señor pueda habitarnos y para hacernos más compatibles con los demás.

El silencio es el precio que hay que pagar para volvernos una casa de puertas abiertas, donde nos podamos encontrar con Dios, con nosotros mismos, con los demás, con la creación. Hay un silencio que nos hace habitables, que nos llena de armonía. Y hay un ruido que nos hace inhabitables, nos desintegra. Si vamos al fondo de las cosas, perdimos el silencio por el pecado. El pecado es como el primer gran ruido interior que todo lo distorsiona y desarmoniza. De ese ruido deriva la multitud de ecos que llenan el corazón de todos los hombres de todos los tiempos: el egoísmo, el odio, la envidia, la codicia, la falta de aceptación de nosotros mismos y de los demás, el afán de poder, las pasiones sin orden ni rumbo, la pérdida de lo esencial, las jerarquías absurdamente invertidas…

En este adviento, que el silencio sea nuestro mejor pedagogo. Él nos guiará para encontrarnos con Dios, con nosotros mismos, con los demás, con la creación, para autodescubrirnos sin caretas ni disfraces en la desnudez de nuestro ser, para contemplar con ojos nuevos al Dios que viene. ¡Ven, Señor Jesús!, en silencio te esperamos y en silencio te acogemos. En el silencio ayúdanos a descubrir el auténtico sentido de nuestra vida, a mirar nuestro pasado con paz, nuestro presente con realismo y nuestro futuro con esperanza; a encontrar nuevas dimensiones a nuestras alegrías y a nuestras penas, a cultivar la receptividad, a abrirnos a la voz de Dios, a la de los hermanos y a la de nuestra conciencia.

Adviento es la oportunidad de asomarnos a nuestro corazón y reconciliarnos con nosotros mismos, de ir en busca de nuestro corazón perdido e instalarnos ahí donde nunca seremos expulsados. Necesitamos el silencio hoy más que nunca, sobre todo porque en silencio nos damos cuenta de lo que realmente necesitamos y de cuánto necesitamos a Dios.

Importa mucho cultivar y defender el silencio en el adviento, ya que este tiempo está especialmente saturado del ruido de palabras y de imágenes que fabrica la propaganda consumista y que arrastra a muchos a comprar cosas sin necesidad, que nos embota y hace que nos dejemos llevar por lo que vemos y oímos; es fácil ser arrastrados por lo exterior y volvernos sumisos consumistas, obedientes marionetas a merced de tanto ruido comercial, que nos ha secuestrado la Navidad. Hemos llegado al absurdo de hacer la fiesta ¡sin el Festejado!

El adviento nos ha de ayudar a tomar conciencia de lo que somos y de lo que queremos. Bendito adviento si lo aprovechamos para entrar en nuestro yo profundo, ahí donde cada uno de nosotros sabe que es distinto de todo y de todos, irrepetible, único y con nombre propio, dueño de su vida y de su destino. El ruido es una desgracia de nuestro mundo actual, porque nos distrae y nos dispersa, nos aleja de nosotros mismos. Bendito adviento si nos arriesgamos a entrar en el silencio, porque solamente el silencio nos libera de la superficialidad, la trivialidad y a encontrar el significado profundo de nosotros mismos, de los demás y de lo que Dios espera de nosotros. Sin el silencio nuestra vida se dispersa y se vacía rápidamente, nos mantenemos en la superficie, nos volvemos repetitivos y no logramos profundidad en nada. Nuestra verdadera riqueza como personas es como la de los pozos: no está en el brocal, sino en la profundidad.

Pero no es tarea fácil entrar en el silencio. Apenas estamos solos o silenciamos nuestros ruidos, también nos asustamos; porque afloran a la superficie de nuestra conciencia las voces interiores (el silencio las hace hablar), los recuerdos, temores, interrogantes, imaginaciones, ansiedades que habitualmente están reprimidas, pero están. Ya nos resulta fatigoso silenciar nuestro cuerpo, para escuchar su voz, sus demandas, sus necesidades, su cansancio, sus achaques; pero es más difícil silenciar la mente, que a menudo traemos llena de “ruido”: los pensamientos, los recuerdos, las fantasías, aquellas cosas que nos quitan la paz, que no nos dejan pensar. Sobre todo será difícil silenciar el corazón, tan frecuentemente lleno de emociones, de pasiones, de vivencias. A veces vamos cargando con una afectividad ruidosa, amores sin centro ni jerarquía, apegos, deseos que sofocan el Deseo Originario. En el fondo, todos necesitamos poner orden en nuestros afectos, y ello es posible sólo si llegamos al centro de nuestra persona, ahí donde somos señores de nuestras decisiones. Nuestra verdadera historia es la historia de nuestro corazón, ahí se gesta lo más sublime y lo más bajo. Por eso es tan importante escucharlo.

Este tiempo de adviento nos tiene que hacer más conscientes de nuestras necesidades. Es en el silencio donde experimentamos toda la fuerza de nuestra nada y de nuestra impotencia. Es en el silencio donde guardamos nuestros más grandes secretos y nuestras mayores heridas. Sería bueno escribir la historia de nuestros silencios; así podríamos saber para qué sirve el silencio: ¿cuándo y por qué hemos callado en nuestra vida? ¿sobre qué guardamos silencio? ¿qué hemos callado para siempre y vamos a callar para siempre? ¿el silencio de nuestros fracasos, el silencio del amor, el silencio de gracias y otras cosas que quedan entre Dios y yo, el silencio del confesionario, el silencio de nuestro pecado que queda oculto en la ternura misericordiosa del Padre?

Adviento, tiempo de dejarnos renovar por el Señor que viene. Hoy necesitamos hombres y mujeres nuevos. El mundo está lleno de “hombres viejos”, entre otras cosas, porque falta el silencio. Los guiños que Dios nos hace no alcanzan a resonar en el corazón porque lo traemos demasiado agitado, aturdido y embotado. No salimos de lo repetitivo, lo resabido, lo insulso, lo irrelevante. Necesitamos profetas que vengan del desierto, que lo acepten como condición para vivir encendidos y para rescatar, en el silencio, la vida, el fuego, lo nuevo, el amor y la esperanza…

María del Silencio, ayúdanos a vivir este adviento llevados de tu mano. Contágianos del silencio de tu fiat, ese bendito silencio del hágase por el que te ofreciste a Dios como territorio abierto y disponible, ese hágase que brotó de tu silencio y que es la radiografía de tu alma en sus vibraciones más íntimas; del silencio de tu embarazo, el secreto mejor guardado y que sólo tú podías haber guardado. Tu grandeza no está en nunca haber sido asaltada por la confusión, sino en que cuando no entendías algo, lo guardabas en el silencio de tu corazón (Lc 2,19). Enséñanos el silencio del amén el día de la anunciación, a la noche de Belén sin casa, el amén a la fuga a un Egipto desconocido y hostil, el silencio de los treinta años de Nazaret, el amén a la crucifixión y a la muerte, y el amén a los años de tu soledad, después de la resurrección de tu Hijo. Regálanos tu silencio y lo que significó para ti: abandono, disponibilidad, fortaleza, fidelidad, plenitud, elegancia, paz, adoración. Que de tu mano aprendamos que el verdadero Dios es aquel que nunca deja en paz, pero siempre deja paz.

¡Ven, Señor Jesús!