lunes, 6 de abril de 2009

Discipulado y misión

Pilar Ureña

Desde que éramos niños, hemos asociado la palabra “misionero” con aquellos servidores del Evangelio que partían “ad gentes”, a otras tierras, culturas o continentes, con la tarea de anunciar el Reino a quienes no habían conocido a Jesús. Leímos con emoción y admiración los relatos de la vida de Francisco Javier en la India, de Pedro Claver, con los afro americanos de Cartagena, del heroico San Damián y sus amados leprosos. Hasta lloramos de emoción viendo al apuesto artista Gregory Peck, inmortalizando un misionero, en la famosa película “Las llaves del Reino”.

Son nuestros héroes cristianos. Pero al definirlos como nuestros héroes, inconcientemente hemos establecido una división de tareas dentro de la Iglesia, que muchas veces nos resulta muy cómoda: “Se fue de misionera, qué valiente, qué dichosa que tiene esa vocación, pero yo no tengo esa vocación” – decimos, como descargando nuestra conciencia por nuestra flojera misionera. Sí, es flojera, porque al pensar así no hacemos otra cosa que rehuir a una dimensión fundamental de nuestra vocación cristiana: el ser misionero.

Nos dice el Evangelio, que Jesús llamó a sus primeros discípulos “para que lo acompañaran, y para mandarlos a anunciar el mensaje” (Marcos 3,14). Discipulado y misión: estar con él y anunciar el mensaje. Para eso nos llama el Señor.

“Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe de su misión, al mismo tiempo que lo vincula a El como amigo y hermano” D.A. 144.

A lo largo de todo el Documento Conclusivo de Aparecida, los Obispos de Latinoamérica no han hecho otra cosa que sacudirnos de esa pasividad tan cómoda en la que estamos los católicos, pues nos hemos convencido de que la misión es una tarea especifica de ciertos “iluminados” o “escogidos” dentro del pueblo de Dios. Los obispos nos recuerdan con insistencia que si somos discípulos, somos misioneros. Seguir a Jesucristo no es una fuga hacia el intimismo o individualismo; es una tarea para la comunidad y en la comunidad. Implica, es cierto, estar con él en nuestra intimidad, pero esa relación nos mueve a anunciarle, a comunicar y construir con otros, la vida plena que nos trae su mensaje.

¿Cómo ser misioneros, en nuestra realidad concreta? ¿Debemos cruzar los océanos para realizar esta tarea? Ojala todos pudiéramos hacerlo… sin embargo basta mirar a nuestro entorno para comprobar que la tarea evangelizadora no se ha terminado. Latinoamérica, y Costa Rica no se escapa de ello, es el continente de la gran paradoja: hemos recibido el mensaje casi en la totalidad de nuestro territorio, pero aún no se ha instaurado el Reino en medio de nosotros: estamos rodeados de pobreza, fruto de graves injusticias sociales, y de múltiples esclavitudes que claman por liberación. Multitudes que andan como ovejas sin pastor.

Hemos de salir al encuentro de los hombres y mujeres que, muy cerca de nosotros, necesitan de este mensaje y de nuestros actos de amor, de la misma manera que Jesús salió del Padre a salvar a esta humanidad perdida, con sus gestos y su palabra:

“Esta es la tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana” D.A. 146

Sólo cuando logremos integrar personal y comunitariamente, estas dos dimensiones de la vocación cristiana, discipulado y misión, habremos emprendido el verdadero camino de la santidad.

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